Foto de Violeta Nicolás
I
Bajo una encina, unos zapatos rojos
aguardan la llegada de la Mujer-entraña.
Extranjera y frondosa, mujer
de concavidades pequeñas, riega con su orina
la tierra seca que la dio a luz
entre potros blancos y gritos de padre en la era.
Recuerda el frío y los relámpagos
pero apenas lirios por la casa
y unos hijos que pían y la nombran:
tú, certera, cáliz.
En su reino de hilos y frutas, la Mujer-entraña
solo responde a ritos pequeños
y al mediodía se perfila
Narcisia en las pupilas de los hombres,
Loba primera, universo en expansión permanente
que acontece para hacer manada.
II
La encontré con preguntas
–por qué el lenguaje, el ocaso, las cenizas–
entre cuerpos oscuros y espejos.
Nos descubrimos
-mujeres de carne roja-
las mismas cicatrices en el abdomen,
a la manera tierna en que las muchachas
se muestran las medias y los zapatos nuevos antes del baile.
Aquí un hijo, un billete de tren, un no-útero,
un dedal, una madre.
Hospital tras cama, entrañas que debieron morir.
Luego, macetas nuevas por la casa,
bombones y ruinas, libros, más vida roja.
Pero luz en el deseo y la manada.
Un día la Mujer-entraña tiró de la raíz de mi vientre
y la colocó en su faringe.
Nos miramos y nos supimos
mujeres dedal y mimosas,
y reímos por tanto amor en caza y tanto ego
y muerte también.
Ella me enseñó a atesorar el dolor en la belleza.
Yo, Mujer-raíz, elegí ser Loba-Hija
que brota de la misma encina,
con rugidos y olas por el pelo. No, en realidad:
Su entraña en mi vientre.
De El cuadro del dolor (Renacimiento, 2017)