Foto de Violeta Nicolás
Mi hermana es la primera mujer de mi familia que no sabe coser.
Perplejas, nos miramos las unas a las otras
y nos culpamos en silencio.
Cómo ha podido pasar,
si las mujeres de mi familia arreglamos todo así,
cosiendo,
si las mujeres de mi familia hilvanamos la aguja siempre a la primera
y sentimos que así se calma un poco el mundo.
Comentamos este hecho aterradas
y nos preguntamos cómo será su vida cuando esté sola.
Cómo criará a sus hijos, cómo cuidará las plantas,
cómo se asomará al balcón, si no sabe coser.
Nos parece imposible que sin saber coser
una pueda salir adelante en la vida.
Luego, nos acordamos de los tiempos de ahora,
la vida moderna,
y nos decimos que lo que importa no tiene arreglo.
La abuela no quería que sus hijas aprendieran a coser.
Pensaba que así tendrían un trabajo. Yo, que trabajo,
también sé coser y me resulta inconcebible
no tener una aguja y un dedal a mano
(por lo que pueda pasar).
Al fin y al cabo, nos criaron así,
al calor de una mesa camilla, viendo
las horas pasar al ritmo de los pespuntes.
Mi hermana no conoció estas costumbres.
Cuando ella llegó,
el tiempo de los hilos ya había pasado,
la abuela ya había muerto,
la manada se había roto.
Y todo eso queda lejos.
Las muchachas de ahora,
como mi hermana, no saben coser
y no se preocupan. Es mejor así:
que tengan un trabajo y no cosan
-como quería la abuela-,
que salgan adelante así,
sin árbol genealógico,
todo pólvora y futuro.
De El cuadro del dolor (Renacimiento, 2017)