No se trata de un poema propio o ajeno. Tampoco de un repentino tributo a una de las especies más numerosas de la dehesa de Los Pedroches. Es algo más valioso, más singular, un pequeño detalle de esos que pueden pasar desapercibidos a simple vista. Y es que esta pequeña inscripción habita uno de los frescos con los que el artista más internacional del Valle, Aurelio Teno (1927-2013), nos sorprende en el Monasterio de Pedrique, ese lugar mágico de la sierra de Pozoblanco rodeado de olivos ecológicos y burritos donde tuvo lugar la entrega del Premio Solienses 2018.
La mañana estaba nubosa, pero nos salvamos de la lluvia, y una vez más sentí que volvía a casa cuando el coche se adentró en el verde intenso con que nos obsequia el campo estas semanas. Y sonreí y sonreí muy fuerte, porque regresaron los días de las fotos de los álbumes de cuando era pequeña en los que mis padres me llevaban al campo para ver los animalitos, correr y revolcarme entre los jaramagos. Sentía que también yo estaba llevando a mi criatura, mi libro, a ver el campo para brillar mucho en las fotos.
Así, “El cuadro del dolor” (Renacimiento, 2017), el poemario ganador del III Premio Juana Castro y ahora del Premio Solienses 2018, regresaba al lugar del que brotó -Los Pedroches en primavera- entre encinas, olivos, hilos, mujeres-raíz y paredes blancas. Estábamos en casa y había venido a vernos toda la familia y los amigos y muchísima gente que, sin yo saberlo, cree en mis palabras. Y se sucedieron abrazos, besos, risas, fotos y anécdotas aquí y allá -aunque mi favorita es que la pequeña Luna se reconoció también entonces, con sus apenas dos años, mujer-raíz que introduce sus dedos en el dedal que cuelga de mi cuello para después acariciar las flores- y palabras vibrantes.
Tuve que contener la emoción en varias ocasiones, porque no es lo mismo sobrellevar el dolor y jugar un pulso con él a cada minuto que escuchar todo el horror que ha traído consigo -los murciélagos, las punzadas, el desierto…- en la voz de una lectora (y miembro del jurado). El mundo se paró entonces y sobrevolé la escena desde fuera: vi mi dolor, no solo lo sentí, sino que lo observé allí, parado, quieto, como una presencia más en el escenario, entre el centro de las flores que después llevaríamos hasta la tumba de mi abuela para hacerla partícipe de esta celebración, que solo existe a partir del amor, los vestidos y la barra de labios con la que la recuerdo cada día. Mi dolor allí, fuera del cuerpo, mirándome. La ausencia de la abuela allí, impregnando toda la escena, y mis raíces temblorosas parpadeando a una velocidad superior a la habitual. Todo parecía mucho más tremendo a como lo vivo cotidianamente -al llegar a casa le comenté esta sensación a mi novio y él contestó: “Es que tu dolor es tremendo, Ana, y eres muy joven”- y me costó recuperar la voz para comenzar mi intervención. Al acercarme al micro, niebla densa en el pecho, pero la práctica habitual con el dolor físico y emocional es suficientemente intensa como para que no me paralice. Y sonrío y suspiro y sonrío y comienzo a dar las gracias.
Cuento que tras “El cuadro del dolor” ha venido la vida nueva, que todo ha sido “pólvora y futuro” desde entonces, que jamás lo imaginé, y digo gracias gracias gracias muchas veces porque solo puedo decir gracias gracias gracias a tantas personas que lo han hecho posible: el Ayuntamiento de Villanueva de Córdoba, por hacer que el libro suceda y todo lo que ha venido con él; el Ayuntamiento de Pozoblanco, que apuesta decididamente por la cultura y me ha regalado un día radiante en Pedrique; el jurado del Premio Solienses, que decidió creer en mí; Antonio Merino, que siempre me ha apoyado; todo el calor y cariño de Rosario Rossi y Angélica Cabello, con las que comparto lucha; Juana Castro, que me enseñó todo cuanto sé y que “lo que no se nombra no existe”; todos los que han sostenido mi libro entre sus manos y le han dado una casa; la mejor familia del mundo, que es la mía (con sus más y sus menos), que siempre ha sido mi ejército y mi hogar en la lucha contra el dolor y la vida que desborda…
Luego, muchas fotos, tantas que soy incapaz de estimar cuántas, y yo con el premio en brazos como si fuera un gatete precioso, la centro de la fiesta, que pesa de más y hay que soltar de cuando en cuando para reponer fuerzas en los brazos y que también pose en solitario con ese paraje natural impresionante al fondo. Y brindis y firmas de libros y yo sin parar de sonreír y de regalar abrazos, porque no sé si a lo que se refería Aurelio Teno en su “Réquiem por una encina” era eso, pero es igual de valioso, bello y emocionante.
Publicado en La Comarca el 21.04.18