Ha llegado el Mundial. Está por todas partes: en los gritos de los vecinos, en los bares, en televisión a todas horas, en las redes sociales, en los chats de grupos de WhatsApp… A mí me es indiferente el Mundial. A ver, prefiero que España salga bien parada por la emoción de mi novio y mis amigos pero… Indiferencia absoluta. Hablo por WhatsApp con otra amiga a la que también le es indiferente y con mi madre durante el partido y como patatas fritas. Es mi forma de entretenimiento paralelo.
Las condiciones en las que se celebra el Mundial no me son indiferentes, por mucho que sea Rusia, eso de allá lejos, y que todos los campos de fútbol me parezcan iguales y de tanta sucesión de partidos en la televisión ya ni distinga si se tratan de selecciones distintas. En la época previa a la celebración del Mundial se ha comentado mucho acerca de las instalaciones, la cuestionable legitimidad de su celebración allí por la opacidad del régimen y su incumplimiento de los Derechos Humanos… Y me he dado cuenta de que sí, podía llegar a pasar todo eso por alto porque sé que para Rusia es propaganda y muchos de los países en los que se ha celebrado en otras ocasiones ya dejaban mucho que desear en estos aspectos, pero por lo de los perros no paso. No, imposible, de ninguna manera. Eso no se lo perdonaré jamás.
Asociaciones de todo el mundo y la propia sociedad civil se han manifestado para intentar frenar esta soberana atrocidad: el Gobierno ruso está asesinando a perros callejeros en masa para dar seguridad y procurar una estancia agradable a los visitantes y contribuir así a proyectar una buena imagen al exterior. Es una masacre propagandística, un canicidio con la intención de cambiar percepciones infundadas y superficiales en la era de la imagen.
Además, los perros callejeros en Rusia no son cualquier cosa. Tienen una larga tradición allí. Se estima que habrá unos dos millones en todo el país. De hecho, incluso han aprendido a sobrevivir a las duras temperaturas bajo cero, a esquivar lugares peligrosos y hasta a utilizar el metro en busca de comida. Sin embargo, el Gobierno está contratando a empresas para llevar a cabo esta masacre – como ya han denunciado asociaciones ecologistas – pagándoles siete dólares por cada perro, una cifra nada irrisoria en un país en el que el salario medio oscila entre los 300 y los 700 dólares. Mientras, las autoridades lo niegan y algunos políticos se atreven incluso a condenar estas políticas de exterminio. Alucinante.
Sé que no puedo esperar que un país que no reconoce la igualdad entre los seres humanos ni salvaguarda sus libertades respete los derechos de los animales. Soy consciente de que algo parecido ya sucedió en Marruecos ante una visita de la FIFA pero… No, no puedo tolerar el canicidio. Nunca, pero en esta ocasión me sobrecoge, me enferma, me atrapa, me hace sentir una enorme impotencia y dolor en el pecho especialmente.
Quizás si no hubiera sucedido justo este año… Pero ha pasado. No puedo perdonárselo a Rusia y ni siquiera pasarlo por alto. No puedo dejar de hablar del tema o no conducir a él todas las conversaciones sobre el Mundial que pululan a mi alrededor. No puedo no pensar en ello todos los días porque nuestro gato murió y ahora mismo todas las muertes de animales son la muerte de nuestro gato y además son un brutal asesinato masivo.
Aún estoy de duelo por nuestro gato. Sé que solo es capaz de entenderlo aquel que tiene el maravilloso privilegio de compartir su vida con un animal. Sé que muchos se reirán. Otros pensarán que vaya tía loca de los gatos, que qué exagerada. Me da igual. Era nuestro gato. Era mi familia. Todas las muertes de animales serán la muerte de nuestro gato durante mucho tiempo. De ahí que no pueda evitar tomarme como algo personal lo de Rusia.
Jamás me ha dolido tanto nada que hayan hecho y mira que han hecho cosas horribles y que la situación de la mujer y de la comunidad LGTBI es atroz allí, pero… Están acabando con todos los perros intencionadamente y me duele el pecho. Se me nubla la vista, tengo ganas de llorar. Veo con tanta claridad sus cuerpos como la patita de nuestro gato con una cinta roja en el momento de su muerte. Y tiemblo. Tiemblo y me prometo que jamás viajaré a Rusia. Jamás.
Un país que acomete semejantes medidas no puede ser visitado. No puedo contribuir a la supervivencia de un régimen así viajando allí y dando ingresos a su economía. No, de ninguna manera, imposible. Quizás resulte excesivo este motivo o incluso cínico, falso o desmedido por no haber sostenido un argumento así por la situación de desigualdad de las mujeres rusas, por ejemplo, que es un tema que también apela directamente a mi conciencia pero… Es 2018 y nuestro gato apenas acaba de fallecer. Este año, en este momento, yo decido no viajar nunca a Rusia -aunque me invitasen a dar un recital allí a gastos pagados, aunque me tocara en algún sorteo loco-. Es mi motivo. Es personal. Es era nuestro gato. Están asesinando miles de perros de manera gratuita.
No te lo perdonaré jamás, Rusia. Jamás.
Publicado en La Comarca (Junio 2018)