Estoy convencida de que tengo un padre moderno: viste Converse, se mantiene en forma y me lleva de conciertos (y de aquí para allá en coche siempre que se lo pido, aunque eso creo que lo hacen todos los padres). Cotilleamos sobre nuestro respectivo ambiente laboral, nos llamamos para las cuestiones de familia que merecen seriedad y bromeamos sobre mi novio. Muchas mañanas nos damos los buenos días por Whatsapp e intercambiamos corazones y todos (TODOS) los viernes me recuerda cerca de las 14h en punto que por fin se acaba mi jornada laboral. Sí, en su día vi con mi padre a Estopa, El canto del Loco, Dover, La oreja de Van Gogh y tantos otros grupos de adolescencia. Aún hoy celebramos a Sabina como se merece y pasamos por alto que el termostato del coche no siempre está a la temperatura que nos gustaría porque nos queremos. Él me enseñó a conducir; yo le enseñé a entenderme. Pero, ¿es todo eso lo que hace moderno a un padre? Es más, ¿sabemos acaso lo que hace moderno a un padre o “PADRE” a un padre en una época en la que está tan de moda hablar sobre la maternidad (y cuestionarla)?
En los últimos años hemos asistido a una desmitificación sin igual de la maternidad que ha hecho que muchas mamás se sientan al fin liberadas al poder prescindir de ese sentimiento de culpabilidad por tener complejo de vaca lechera durante los primeros meses de la existencia del bebé o por no ostentar el grado de “perfección” que la sociedad les exige (comentarios exclusivamente positivos acerca de lo estupendo que es ser madre y la gran realización que supone para la mujer, confeccionar disfraces caseros elaboradísimos y originales para las funciones del cole, llevar siempre una ropa de repuesto por si acaso, ser la que contesta las preguntas de otros padres sobre los deberes de los peques y jamás la que los olvida…). Pero… ¿y la paternidad? ¿Qué papel ocupa la paternidad en todo esto? Puede que simplemente nos hayamos olvidado de ella, por mucho que la maternidad no siempre tenga que presuponer la existencia de la paternidad de alguna manera.
Tengo la sensación de que la cuestión del padre ha quedado reducida a esas fotos de Instagram de hombres que se resisten a abandonar sus gustos de juventud y rodean a sus criaturas con juguetes revival de los 80. Papás foodies o fofisanos que siguen pasándose las noches enganchados a la consola pero que presumen de peque en su foto de perfil en redes sociales. ¿De verdad hemos pasado del modelo de padre a lo Antoñito Alcántara al del postureo en Instagram? ¿Dónde ha quedado la evolución de la paternidad en las últimas tres décadas de democracia, con la progresiva incorporación de la mujer al mundo laboral (que no equiparación del reparto de los cuidados y las tareas domésticas, reconozcámoslo, que no sabemos si nuestra sociedad alcanzará algún día la igualdad y la conciliación)?
No tengo ni idea. Puede que sea porque aún no tengo ningún amigo papá a mi alrededor. Es más, puede que sea porque ni yo misma soy mamá aún. Sí, no soy mamá todavía pero ya me atormenta con qué clase de padre se las verá mi hija algún día. No me preocupa si la enseñará a conducir o se irá con ella de cañas (casi cualquiera puede ocuparse de eso). Sí qué será de ella cuando yo no esté a su lado. Cómo la cuidará, cómo se anticipará a sus necesidades, cómo dirá esa verdad tan dura que cuesta tanto decir pero que nos gritan en voz más o menos alta las madres porque para eso están. Me inquieta más qué clase de padre sea para ella que qué tipo de pareja sea para mí, porque quizás no sea mi pareja o quizás nos separemos. Quién sabe. Al fin y al cabo, hoy hay muchas fórmulas para sacar adelante a una criatura.
No sé si un padre puede llegar al ser el principio y el fin de un mundo como lo son algunas madres o si es capaz de aliviar esa soledad que se nos mete por dentro como hacen ciertas madres (sí, la mía tiene esos superpoderes y le doy las gracias por ello casi todas las semanas). Porque es eso lo que quiero para mi hija: un padre con superpoderes, un padre que sea madre también.
En realidad, quiero un padre que vea en ella su patria, como hace Francisco Onieva en su libro Vértices (Visor, 2017). Un padre que la haga sentirse dichosa por ser hija, por ostentar ese título y por ser hija suya. Un padre que crezca y aprenda con ella, que descubra de nuevo el otoño o un primer día de cole a través de sus ojos. Las revistas de lifestyle deberían dejar a un lado Instagram y poner el foco en el libro de Onieva para hablar de las nuevas paternidades, esas que no buscan el postureo o la imitación de la maternidad, sino que se revelan como las mariposas al alzar el vuelo tras desprenderse de su capullo: como si no pudiera ser de otra forma. El padre que yo quiero para mi hija es el que encierra Vértices y también el que muestra Ángelo Néstore en Actos impuros (Hiperión, 2017). El de Néstore es un padre en el que el deseo de ser padre es tan fuerte y precioso que destruye y golpea, porque la imposibilidad de ese hijo contrasta con el deseo de alejarse lo máximo posible del padre duro e impositivo del yo poético, que ha muerto dejando tras de sí un poso de miedo y estigma.
Lo que representan Onieva y Néstore en sus obras son los únicos nuevos padres en los que creo. Todo lo que nos han vendido de la nueva paternidad es mentira salvo sus obras. El padre que yo quiero para mi hija es justo ese, no otro. Un padre sensible y feminista que se muestre al mundo tal cual, sin prejuicios. Y si no va a tener un padre así, que no tenga padre. Ya le mostraré estos libros cuando sea grande.
Publicado en La Comarca 17.03.18