Bordado diseño de Ciara LeRoy (@prettystrangedesign)
A las personas con gran sensibilidad y empatía no nos resulta fácil vivir, especialmente si nuestra historia es un cuento de nunca acabar reducido a un historial clínico en continuo crecimiento. Para nosotras los días son grandes cuestas arriba de gran pendiente que hay que subir en bici (aunque hayas aprendido a montar pasados los 23 años) un día y otro en silencio y en soledad, porque aunque estemos acompañadas, nadie habita más ese mundo gris que se lleva por dentro. Yo soy una de ellas. No temo reconocerlo. Lo denuncio públicamente y doy cuenta de ello en redes sociales. Tenemos que hablar de ello, romper el estigma, pero aún hay veces que tengo que recordarle a mi novio o a una amiga que para mí es difícil vivir y también afrontar el momento de irse a la cama porque sé lo que acontecerá: cientos de pesadillas aterradoras que continuaré recordando el día siguiente. Y sí, la mañana después, miedo y ansiedad y de nuevo la cuesta arriba con gran pendiente, con la pesadumbre y los recuerdos de esa noche en la cabeza.
Llevo más de 6 años con dolor crónico, conviviendo con el dolor todo y cada uno de los días. Tengo un dolor pélvico crónico complejo que no ha parado de atacar a otros sistemas (digestivo, urinario, reproductor…) desde que llegó. He aceptado que tengo un cuerpo defectuoso, enfermo, disidente, neuroatípico, disfunfuncional (o con diversidad funcional), despersonalizado y violentado por las instituciones médicas y políticas. Ya está. Ahí termina la cola de adjetivos que lleva prendido mi cuerpo. He tenido que pasar por el duelo de la persona que era (con un cuerpo normal, con sus achaques, pero manejable) y definirme de nuevo, encontrar mi identidad en este cuerpo con dolor. Asimilar que mi vida ya no iba a ser jamás la que era ha sido una de las cosas más dolorosas a las que me he enfrentado en la vida. Y llegó un momento en el que no podía más: me rendí, me atrincheré en mi casa llena de soledad y silencio. Me pasaba las horas sentada en una esquina del suelo de mi habitación volviéndome tan pequeña como me posibilitara mi cuerpo. Quería que la vida pasara por delante y no me encontrara. Me había rendido. No podía más. Lloraba y lloraba y daba vueltas por la casa y me volvía a sentar y a llorar. Recuerdo perfectamente aquellos meses oscuros en los que lo único que me había levantarme de la cama era atender a mi gata. Si ella no hubiera estado, todo habría sido mucho peor.
Y llegó un momento en el que me di cuenta de que necesitaba ayuda. No podía seguir así. Y busqué una psicóloga, no me gustó y la abandoné. Y busqué una coach y al principio sí pero luego ya no y la abandoné. Sentía que no daba con nadie que pudiera entenderme y ayudarme. Al menos, a lo largo de todo este proceso conseguí cambiar la esquina del suelo de mi habitación por la esquina del sofá de casa. Sólo tomaba yogures de soja de fresa (y toda la medicación para el dolor, por supuesto). No cabía nada más en mi cuerpo.
Por recomendación de una compañera de trabajo di con el psiquiatra que tenía que ser mi psiquiatra. Jamás podré darle las gracias lo suficiente por todo lo que me ha ayudado. Él me salvó y me sigue salvando cada semana tres años después. Hablamos mucho a lo largo de las primeras sesiones y me recetó una medicación que me aseguró que ayudaría mientras yo conseguía manejar todo aquello, todo el silencio y la soledad de ese mundo de dolor donde solo estaba yo. Me diagnosticó un trastorno de dolor con depresión severa y múltiples crisis de ansiedad. Y poco a poco, la Duloxetina y los Orfidales hicieron su efecto y nuestras sesiones continuaron, aunque yo seguía encerrándome en el baño de la oficina para llorar a escondidas, intentando que los demás no se dieran cuenta (pero los demás lo sabían y nadie jamás me metió o regañó por ello).
Seguí a rajatabla las indicaciones del psiquiatra, me leí todos los libros que me recomendó y muy poco a poco dejé de odiarme a mí misma por tener tanto dolor. Conseguí estabilizarme, conseguí pasar unos meses en los que era capaz de salir a la calle y divertirme y disfrutar de una película en el cine. Antes todo me daba igual. Estaba apática, triste y con dolor y no me sentía segura fuera de casa. Contar con el apoyo de mis padres y de mi novio (su alegría) me ayudó mucho. Mis amigas estuvieron ahí. Ninguna me dio la espalda. Gracias. Ellas también han pasado por todo ello a mi lado y han ido aprendiendo cómo tratarme. Y, poco a poco, la vida fue más soportable.
Pero llegó un momento en el que volvieron a surgir más complicaciones médicas. Mi cuerpo me fallaba una y otra vez y yo quería que parara, simplemente no empeorar más, pero no tenía ningún control sobre él. Volví a sentirme sobrepasada. Regresó la depresión y se agudizó tremendamente la ansiedad. El psiquiatra me prescribió un ansiolítico más de refuerzo: Elontril. Ya había superado lo del dolor, es decir, había aceptado la muerte de la Ana-que-no-tenía-dolor y me parecía bien ser la Ana con dolor, que es una yo distinta, ni mejor ni peor que la anterior, simplemente diferente, creo que más fuerte y resistente. El dolor también tiene cosas buenas: me ha enseñado qué es importante y qué no y resulta más fácil tomar decisiones y, de alguna forma extraña, siento que nunca estoy sola: siempre mi dolor y yo, en pack. Sin embargo, ahora el problema lo tengo con mi cuerpo: me falla constantemente, estoy muy muy enfadada con él. Lo odio. Por mí lo destruiría. Mi cuerpo ya no es mi cuerpo. Siento deseos de estrellarlo contra la pared y zarandearlo para que reaccione. Gritarle: “¿QUÉ COÑO ME ESTÁS HACIENDO?.” No creo que Él supiera darme una respuesta pero yo no puedo evitar sentir una ira desbordante, que me atrapa y me debora, hacia él, porque NO PARA DE FALLARME.
Vale, me había convertido en una casi treinteañera que necesita autocaterimos a menudo (sondarme para que el pis salga) y con mi dolory mi cuerpo defectuoso cayendo en picado. Hasta ahí bien. Podía sobrellevarlo. Pero llegaron los ataques, los pseudo ataques epilépticos. Crisis en las que mi cuerpo actúa solo, a su voluntad, sin que yo pueda controlarlo: pérdida de vista, pérdida de la capacidad de habla, convulsiones, pérdida de todo control de mi cuerpo, siendo consciente en todo momento de lo que sucede, atrapada en mi cuerpo, en silencio, suplicándole que pare.
Los ataques comenzaron como algo esporádico de unos 30-40min en 2019 y en un año ya duraban un mínimo de una hora y media y podían llegar hasta las 8 horas de duración, pudiendo tener hasta 4 ataques al día de duración prolongada. ¿Qué cuerpo es capaz de soportar eso? ¿Qué persona? ¿Por qué? Al parecer, yo encerrada en un cuerpo que ODIO A MUERTE y me genera una IRA INFINITA. Y el después de los ataques: dolor infinito y debilidad por todo el cuerpo, no ser persona. A veces tardo días en recuperarme.
Tras descartar la epilepsia, el psiquiatra me explicó que padecía un trastorno de conversión, un síndrome de disociación. Y que iría a peor con el tiempo. Me hizo ver que yo, sin darme cuenta, hablaba de mi cuerpo en tercera persona y que mi identidad, mi yo, iba por otro lado. Me había desconectado de mi cuerpo. En sí, mi cuerpo se había desconectado de mi cabeza hasta el punto de hacerme perder el control de él tras tanta ansiedad y tanto odio hacia él. Para eso no había un tratamiento farmacológico. Puede ser o no reversible. Tan solo tomo más ansiolíticos y antiepilépticos para intentar estar lo más calmada posible. Él dice que es lo único que puede hacer. No dudó en contarme que muchas de las mujeres encerradas en manicomios a lo largo de la historia padecían este trastorno (síndrome de conversión según Freud o la popular neurosis) y les daban tratamientos de electroshock, que está documentado. Entonces entendí a Charlote Perkins Gilman y su “El papel amarillo.”
Luego llegó “La mujer temblorosa o historia de mis nervios” de Siri Hustvedt. Ella padece lo mismo que yo. Con su libro lo entendí todo a nivel neuronal y emocional. Y hasta tuve la suerte de verla en persona el año pasado y darle las gracias por haber escrito ese libro. Qué privilegio. Tengo su firma.
Y todo siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido y dejé de comer. Solo comía lo imprescindible para que mi cuerpo funcionara y no hacerme daño con la medicación. No entiendo por qué he de alimentar un cuerpo que no para de dañarme. No me veo en el espejo. Me acerco y soy capaz de hacerme la raya en el pelo o lavarme los dientes pero no percibo más. No veo más. No sé dónde está mi reflejo ni cómo es ya. Cuánta factura le ha pasado todo esto. Llegados a este punto de ataques diarios y meses de no comer, mi psiquiatra vio conveniente ingresarme en psiquiatría un tiempo para que me controlaran los ataques y me obligaran a comer e instauraran unas pautas vitales con horarios fijos. Y acepté. Ingresé. Aguanté 4 días. Acepté que tenía que comer y me fui a casa porque allí no distinguen entre pacientes y yo tengo problemas físicos que exigen unos cuidados determinados (el dolor, las sondas, los problemas con la luz…) que se negaban a darme. Solo puedo decir que allí una sobrevive como puede. El puto infierno de la Planta 7.
Pero jamás imaginé que el Después iba a ser peor.
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Después de pasar por la Planta 7 es difícil volver a ser la misma, recomponerse, porque en la planta 7 te someten a la despersonalización más absoluta. Allí solo eres la de la 19. Aquello es el Ejército: levantarse, cambiar las sábanas, ducharse, ponerse el mismo pijama cada día pero en una versión limpia. Te quitan todo lo que te hace ser tú: el anillo, el reloj, los pendientes, el sujetador, la ropa, las pastillas, los libros… Lo único que no me pudieron borrar fue mi tatuaje. Lo enseñaba a menudo al resto de compañaeros de la planta, orgullosa. Era lo único que quedaba de mí en ese ir y venir pasillo arriba, pasillo abajo, con una camiseta blanca y un pijama verde enorme porque nunca tienen la talla que necesitas. O simplemente les da igual.
En realidad, una semana después, aún me pregunto a qué fui yo allí. Todas las compañeras se preguntan varias veces al día en voz alta que cómo habían podido llegar a eso… Yo sabía la respuesta. Algo me trastocó y se me fue de las manos todo (el cuerpo, las rutinas, la cabeza, el sentimiento extremo…). Yo estaba allí con unos objetivos y… al final no sirvió para casi nada. Tan solo para saber qué es y tomar conciencia de que en el siglo XXI, especialmente a las mujeres, continúan tratándonos denostadamente cuando estamos internadas en Psiquiatría. Nadie comprendía allí que más allá de mis ataques-de-origen-desconocido yo era una mujer con dolor crónico y necesidades farmacológicas y de cuidados (un entorno aséptico para sondarme, por ejemplo, en lugar de un baño compartido por 19 internos y sin puertas) para que mi cuerpo siguiera funcionando. Si el cuerpo no funciona, NADA puede funcionar.
Por eso es tan difícil revertir el proceso y comportarse como una persona normal en casa. Sigues pidiendo permiso para todo. Es algo que no se va. Repites determinadas consignas a menudo como si te hubieran reprogramado: La cama es solo para dormir, Hay que vestirse cada mañana, Cuando se come no se habla… Es difícil verte a ti misma después. Mi niña, el tatuaje, me ayudo. La miraba y suspirábamos, fuera y dentro, sin saber qué hacer pero con una espada en la mano y fantasmas por todas partes. Y sigo sin ser consciente del tiempo, sin poder centrarme… ¿Se le ha olvidado a tu gata quién eras tú? ¿Acaso a ti se te ha olvidado su amor? ¿Cómo permitir que los demás te vean tras la planta 7 si no sabes… NADA?
La primera vez que salí sola a la calle después de mi estancia en la Planta 7 era un ente parpadeante. Estaba allí y no estaba. Cuántos estímulos, cuánto ruido. ¿Hacia dónde ir? ¿Cómo caminar? ¿Se te llevará por delante ese fluir de gente con prisa? No sé. Me costaba tomar la decisión de tomar el bus o cruzar el semáforo aquí y allá. No me ubicaba. Dudas por todas partes. Ya no era YO por la ciudad. Era el Después de la planta 7 intentando hacer como que todo ha pasado y sigues adelante. Y eres eso pero tampoco sabes bien quién eres. Los demás te siguen recordando igual. Comentan tu valentía, te devuelven una imagen de ti misma que no sabes si… ¿Sigue siendo la misma? ¿Sigues siendo la misma? Se asombran. Dicen que parece que vengas de hacer un viaje. Yo siempre contesto que una tiene que hacer lo que tiene que hacer y resiste porque no hay otra opción y punto. No puedes plantarte, aunque te parece que el tatuaje ha perdido brillo después de su paso por la Planta 7.