Jamás olvidaré el rostro de pavor de mi abuela, cómo no paraba de mover los brazos y de pasearse de un extremo a otro del salón, rodeando la mesa camilla con su vestido estampado negro y blanco de andar por casa. Yo tenía siete años y habían asesinado a Miguel Ángel Blanco. Toda España había pasado días con el corazón encogido sin quitar ojo al telediario y también yo, que pasaba el verano en la Calle Madrid con mi abuela, que corría arriba y abajo con los vecinos y peinaba a las muñecas en su patio, sentí que algo se quebraba dentro. Así, en el verano de 1997, sentada en su sofá de escay, comprendí qué era el terrorismo y me sentí devastada y después aprendí alzando las manos en blanco con mamá en mi primera manifestación que hay que seguir, seguir siempre y plantar cara al miedo.
Desgraciadamente, desde entonces se han sucedido muchos actos terroristas de distinta índole pero ninguno me había sobrecogido tanto desde aquel asesinato de 1997 como los atentados de París de noviembre de 2015. La niña del sofá de escay del salón de casa de la abuela vio amenazados como nunca antes todos sus ideales y su forma de vida. Y sí, sucedió con este atentado y no con otros porque, aunque sea políticamente incorrecto reconocerlo, a menudo no nos afecta igual lo que ocurre a nuestros hermanos europeos que lo que sucede en India, Siria, Irán o Angola. No sólo influye el factor de proximidad, no es sólo que el orden mundial relegue a un papel secundario a buena parte del mundo no occidental y que los medios de comunicación perpetúen este afán de supremacía y así nos lo transmitan, es que aquel noviembre de 2015 salieron a matar nuestras libertades y a robarnos nuestro modo de vida de tú a tú de manera desenfrenada y después no han parado de hacerlo con ese mal denominado “terrorismo low cost” en Niza, Londres, Berlín y Estocolmo.
Barcelona –una de las ciudades en las que he sido más feliz- se suma ahora a este listado del terror y mi abuela se aparece en el salón de mi casa en Madrid y vuelve a mover los brazos compulsivamente portando el mismo vestido, que debe yacer olvidado en algún ropero de su casa con patio. A mí me abrasan el dolor y la impotencia, pero no el miedo. Paso de un canal a otro, buscando respuestas con nerviosismo, y sigo haciéndolo durante horas hasta irme a la cama y vuelvo a hacerlo al despertar. Después, me arreglo y acudo al minuto de silencio convocado en el Ayuntamiento y en la Comunidad de Madrid. Me digo que es lo único que puedo hacer, eso: seguir saliendo a la calle y no perpetrar el miedo.
Al llegar a Sol, punto emblemático de la ciudad, advierto que son muchos los que se han acercado hasta allí, muchos también en solitario. Me acerco a un policía –hay numerosos cuerpos de seguridad repartidos por toda la plaza- y le pregunto acerca de la convocatoria y luego le doy las gracias, gracias por todo, le digo. Se sucede el minuto de silencio y aplaudimos, aplaudimos durante muchos minutos, como si así pudiéramos infundir ánimo a Barcelona desde el km 0, como si aplaudir bastara para condenar la masacre y erradicarla. Después, nos disolvemos en silencio. Supongo que los demás vuelven a casa, como yo, y siguen con sus vidas porque no queda más remedio. A mi lado, una chica que también parece volver a casa dice a su amiga: “Tenemos calor, calor, no miedo” y comprendo que no hay frase que pueda definir mejor nuestra postura: calor, no miedo.
Es el verano de 2017, han asesinado a 15 de los nuestros y tenemos calor –lleva siendo un verano de mucho calor- pero no miedo. Vestimos el luto y seguimos adelante y Las Ramblas han vuelto a ser punto de ebullición de la ciudad y en ellas se suceden besos y fotos y los turistas ocupan las terrazas para tomar sangría y paella y todo yace repleto de tenderetes… Y hay velas, flores y carteles para que no olvidemos qué sucedió en medio de este calor asfixiante que no deja espacio para el miedo.
Por eso yo, que quería hablar en mi último artículo del verano de las verbenas, voy a hacerlo, de la misma manera que al día siguiente del atentado de París volvimos a las terrazas y las salas de conciertos y que en el verano de 1997 tomamos las calles de toda España para alzar las manos –pintadas de blanco- en silencio. El terrorismo no se combate con miedo, sino saliendo a la calle, demostrando que jamás nos arrebatarán nuestra forma de vida ni nuestras convicciones, a pesar del calor (y el dolor), a pesar de que la locura y el fanatismo hayan embriagado a buena parte de la población mundial. Y tengo claro que no ceder en este aspecto es hablar de las verbenas aquí y ahora, porque ese era el plan, es lo que iba a hacer y he de continuar con ello, de la misma manera que tenemos que seguir yéndonos de viaje, gritando en los conciertos, brindando en los bares, sonriendo en las calles… Y bailando en las verbenas. Eso sí, antes es necesario condenar la masacre en todos los frentes posibles: en redes sociales, en las calles, en nuestras conversaciones cotidianas… y aquí.
Así, diré que adoro las verbenas, ese ambiente castizo de España profunda que se respira en ellas con sus farolillos, su algodón de azúcar y su olor a churros, cochifrito o gallinejas. Y da igual que estemos en un pueblo remoto de Extremadura o en pleno centro de la capital –que se dice tan cosmopolita-, que las verbenas siempre triunfan y está bien que sea así, que pasen los años y no perdamos aquellas costumbres que llevan acompañándonos desde hace décadas y que nos invitan a bailar y brillar y que no hacen daño a nadie. Ya está. Tenía que decirlo. Debía contar cómo en medio del verano, del calor horrible, de esa vecina que grita justo en la hora de la siesta y del aire acondicionado que falla, las verbenas siempre llegan para salvarnos y hacernos olvidar –da igual que estemos de vacaciones o no- los malos tragos (las malas olas) del año y devolvernos a los brindis y las canciones que no bailaríamos en otras circunstancias pero sí en las verbenas. En definitiva, a lo más pequeño y esencial: la fiesta, la fiesta como reafirmación de la vida, porque el mundo nos lo pone difícil, pese a ello seguimos y está bien pararse de vez en cuando a celebrarlo.
Que no nos quiten las verbenas, las terrazas, nuestras calles ni nuestro deseo de viajar. Que se vaya el calor pronto, por favor. Pero nada de miedo. NADA. Y verbenas cada verano.
Publicado en La Comarca el 26.08.17