Acabamos de colocar todo en su nuevo lugar. Ya no hay cajas por la casa y la cama es nuestra cama plenamente. Sin embargo, de vez en cuando nuestra mirada se cruza y estamos tristes. Nos sentamos en el sofá y suspiramos. Hay demasiado ruido fuera, demasiadas banderas a cuento de qué. La televisión no para de sonar por mucho que bajemos el volumen o intentemos apagarla para contar una y otra vez la misma historia: la de unos y la de otros y lo mal –pero mal mal mal- que se han hecho las cosas hasta ahora. Sí, se han hecho mal –pero mal mal mal desde hace años y horriblemente mal un día- y por eso hay unos y otros. ¿Y nosotros? Me miras y sentencias: Mudémonos, cariño. Tenemos que mudarnos de país.
Yo asiento y suspiro. Ahora que tenemos un trabajo (poco más de mileuristas, sin buenas condiciones, pero un trabajo, con lo que nos ha costado a los jóvenes tener un trabajo y la cantidad de amigos que se han marchado) y estamos a gusto en casa (algo pequeñito, de alquiler, lo máximo que podemos pagar), ya no nos queremos quedar. ¿Nuestro país? ha conseguido eso: que los hijos de quienes hicieron la Transición –tan descafeinada y tan mal planteada- nos veamos abocados a abandonar nuestra supuesta tierra porque no hay un lugar para nosotros, bien por falta de trabajo o por no querer ser partícipes de las atrocidades que se han infringido a hermanos, hijos, padres, primos… de unos kilómetros más allá.
Si les hubiéramos dejado votar hace tiempo… Si el Gobierno no hubiera tenido esa actitud… Si los dirigentes catalanes… Si la corrupción en Cataluña… Si la corrupción en el PP… Si la corrupción generalizada… Si el independentismo no se hubiera empleado como propaganda… Si las fuerzas de seguridad no hubieran arremetido contra ciudadanos españoles dejando el mayor número de heridos en Europa en las últimas décadas… Pero ha pasado. Es una vergüenza y ha pasado. Lo hemos visto todos. Y deberíamos ser incapaces de levantar la cabeza por la calle: pertenecemos a un país en el que ha sucedido todo eso. Llevamos consintiendo todo eso durante años. Pero, en lugar de avergonzarnos, colgamos banderas de nuestros balcones –unas y otras-, recuperamos himnos que deberían estar condenados y luego seguimos a nuestras cosas.
Si mi supuesta patria es todo eso, no la quiero. Si mi país es fractura e imposición de unos por encima de otros, tratar de oprimir a parte de nosotros por querer expresarse, no quiero vivir aquí. Por mucho que defienda el carácter inconstitucional del referéndum del 1-O, condene las ilegalidades cometidas a favor de la causa independentista y considere que hace tiempo que los líderes catalanes que han promovido estas proclamas debieran estar arrestados por tratar de quebrar nuestra Constitución, no puedo no primar por encima de todo ello el daño que se ha hecho al pueblo catalán y a todos los españoles. ¿Cuándo vivimos un temor semejante, una represión tan desproporcionada, nosotros que somos supuestamente hijos de la democracia? Las imágenes del otro día nos devuelven a las historias de nuestros abuelos y a los bandos y, si eso es lo que viene, tendremos que ir haciendo planes de mudanza.
Porque me preocupa la inseguridad que se debe estar viviendo en las calles de Cataluña, las consecuencias de verse señalado por colgar una bandera u otra o acaso por no colgar ninguna o por esgrimir una proclama u otra o por no querer participar de todo ello y me inquieta tremendamente que parte de mis compañeros de país piense que los oprimo y que respaldo que las fuerzas del orden puedan actuar así contra nosotros. No, ahora mismo no querría verme en Cataluña bajo ningún concepto, pero es que tampoco sé cómo seguir viviendo aquí, cómo arrastrar la responsabilidad ciudadana que me corresponde de todo lo acontecido.
¿Y ahora qué? ¿Cómo será el futuro si es imposible concebir una vuelta atrás, con DUI en suspensión o sin ella? ¿Cómo hablarán de todo ello a nuestros hijos cuando llegue el momento? ¿Qué les querrán contar en los libros de texto que pasó? ¿Será acaso el nuevo relato de los dos bandos que tan bien se nos da sostener en España? Porque habrá quienes digan que salieron a la calle con unas banderas, otras que portaron otras, hirieron a padres, hirieron a hijos, tiraron a muchachas por las escaleras y todo eso pasó, sí, y lo hemos visto – los medios de comunicación se han encargado de imprimirlo en nuestras retinas- y lo recordaremos, aunque, como siempre, unos más que otros, que el ser humano está muy preparado para el olvido por supervivencia o interés. Mientras tanto, ¿seguiremos echándonos a las calles esperando que estalle algo, viendo venir el desastre en cualquier momento?
Por eso en casa estamos muy tristes. Nos hemos mudado, todo yace en el nuevo orden común establecido y aún no hemos brindado porque, de repente, nos morimos de tristeza en el sofá. ¿A qué país pertenecemos? ¿Es esta nuestra tierra? ¿Queremos ser consentidores de todo ello?
Cada vez tengo más claro que yo soy de mi casa y mi dolor. Esa es mi patria. Esa es mi tierra. Y no creo que pueda volver a confiar en las fuerzas de seguridad del Estado. Así que sí, cariño, mudémonos o quedémonos en casa para siempre, porque votar no es suficiente.
Publicado en La Comarca el 14.10.17