Lo siento, no puedo remediarlo. Lo he intentado pero es algo superior a mis fuerzas. He intentado odiarle, escupir sobre su imagen cada vez que aparece en la pantalla, insultarlo cuando alguien menciona su nombre, criticarlo en mis redes sociales… pero no puedo. Me avergüenza admitirlo pero es así.
Con los demás no tengo ese problema. Soy capaz de insultar, escupir, criticar y renegar sin reparos de Harvey Weinstein, James Toback, Bill Cosby, Dustin Hoffman, Louis C.K. y otros tantos y, obviamente, condeno la relación de Woody Allen con su hijastra (aunque vaya a continuar citando esa anécdota de cómo cuando estaba con Mia Farrow vivían en apartamentos distintos en el mismo barrio y esa me parezca una gran fórmula dentro del complejo mar de las relaciones sentimentales para subsistir). Pero Kevin…. A Kevin no. Con Kevin no.
De hecho, si alguien cita furioso la famosa anécdota de su salida por la tangente con la confesión de su homosexualidad (sí, se equivocó y creo que hasta él mismo lo sabe), yo miro hacia abajo y susurro que Kevin… Pues eso, que Kevin no ha estado nada acertado y que los abusos no se justifican saliendo del armario. Mi oponente dialéctico continúa con el tema y a partir de ahí viene todo el embrollo porque, sí, definitivamente tengo un problema con Kevin Spacey. Sé que no es lícito defenderse de una denuncia por acoso apelando a un vacío “no lo recuerdo”, “ha pasado mucho tiempo”, “estaba ebrio” y menos aún declarar a propósito de eso “soy gay”. De hecho, cada vez que recuerdo su comunicado suplico que Kevin me escuche decirle “pero, Kevin, ¡Kevin, querido!, pero Kevin” desde algún rincón remoto de El Valle de Los Pedroches. Sí, todo eso es de ser mierda humana, por mucho que sea Kevin.
De todas formas, esto va de Kevin pero no solo va de Kevin: va de hombres monstruosos cuyo trabajo respetamos o, incluso, veneramos. ¿Qué hacemos al descubrir que son basura humana, que han acosado sexualmente y han vulnerado los derechos de otro ser humano, sea o no del sexo opuesto y hubieran o no consumido drogas? ¿Qué hacemos ante historias de depravación como la de Woody Allen con su propia hijastra o la de la violación de Polanski a una menor? ¿Seguimos viendo sus películas como si nada? ¿Nos apartamos de todo lo que esté mínimamente relacionado con ellos? ¿Recurrimos a ver sus películas o leer sus libros a lo pirata para no darles ingresos? Francamente, me atormenta no tener una respuesta a estas preguntas.
Tengo amigos que piensan -y así me lo han hecho saber vía Facebook- que es absurdo relacionar la vida privada del artista con la obra. Yo no defendiendo que sean indivisibles, un “todo en uno”, pero sí que nuestra percepción y valoración de la obra de un artista se ve afectada por el conocimiento repentino de determinados hechos condenables o de ciertas creencias que ostentan y que, una vez que llegan a nuestros oídos, ya no hay vuelta atrás: su obra jamás volverá a ser lo mismo para nosotros que cuando vivíamos -ingenuamente- en la ignorancia (que conste que bajo ninguna circunstancia preferiré la ignorancia en mi vida y esto abarca todos los ámbitos al coste que sea).
Entonces, ¿qué hacemos? ¿De veras vamos a privarnos de obras que podrían llegar a ser fundamentales para nuestro desarrollo humano/emocional/artístico? ¿Intentamos hacer como si nada e ignorar ese sesgo que siempre quedará a modo de poso aunque intentemos echar la vista a un lado? ¿Un buen libro o una gran película deja de serlo en el momento que alguno de los artistas implicados se ve envuelto en un escándalo como la oleada de casos de abusos de los que acabamos de ser conocedores? Sigo sin tener una respuesta a estos interrogantes, pese a que hace algún tiempo -cuando trabajaba en gestión cultural- llegué a la conclusión de que prefería no conocer a los autores a los que admiraba. Al fin y al cabo, es más sencillo y saludable vivir con el mito que ver cómo éste se desmorona (supongo que eso pasa también con la religión y tantas otras cosas en las que tenemos depositada “fe”).
Sin embargo, más allá de la conclusión a la que pueda llegar cada uno en su valoración ética de todos estos escándalos y sus implicaciones en la consideración de la obra y el artista, hay determinadas problemáticas sociales y discriminatorias que exigen que seamos tajantes. El acoso sostenido y perpetuado a lo largo de los siglos hacia las mujeres siempre ha de ser condenado y castigado. Hemos de combatir con la mayor beligerancia posible todas aquellas conductas que vayan en contra de la igualdad entre hombres y mujeres y que atenten contra la propia dignidad de las personas (y ello incluye los llamados “micromachismos”).
¿Qué pasa entonces con Kevin? Que sí, que lo reconozco, que tengo un problema con Kevin Spacey por todo lo anterior. Mis propias contradicciones internas me atacan porque Kevin es Kevin y porque veo guapísimo a mi novio con su camiseta de Frank Underwood -también tengo un problema con Frank Underwood, pero ese es otro tema…-. Mi novio me deja caer mientras escribo este artículo y al mismo tiempo me lamento por Kevin: “El odio es subjetivo, la censura es objetiva. A lo mejor lo que no quieres es censurarlo.” ¡Claro que lo censuro!¡Que sí, que lo que ha hecho es de ser un mierda y lo de la disculpa diciendo que es gay también! Pero Kevin… Kevin es Frank Underwood en House of Cards y Lester Burnham en American Beauty y, pese a todo lo que haya pasado, esa serie y esa peli son emoticono de corazón – emoticono de corazón – emoticono de corazón y cuando yo pienso en Kevin emoticono de corazón – emoticono de corazón – emoticono de corazón – y ahora confieso que tengo un serio problema con él mientras escribo este artículo vestida de negro en apoyo al movimiento Time’s Up y tuiteo sobre el #Meetoo y en contra de Catherine Deneuve apenas unos días antes de ir a la sesión mensual de mi club de lectura feminista y… No hay nada que hacer: Kevin y tres emoticonos de corazón.
Publicado en La Comarca el 27.01.18